El cementerio de Nuestra Señora de la Almudena es la principal necrópolis de la ciudad española de Madrid, ubicado en el barrio de Ventas del distrito de Ciudad Lineal. En su interior se esconden historias como la de Matías, de 88 años.
Es probable que, durante esta mañana, la entrada del Cementerio de la Almudena sea uno de los puntos más fríos de la ciudad de Madrid. Se estima que aquí yacen cinco millones de personas, es decir: en la actualidad hay más fallecidos que habitantes en la capital de España. A pesar de ello, la muerte continúa siendo un tabú para muchos, obviando el hecho de que este punto aguarda un sinnúmero de historias que merecen ser contadas y recordadas.
Experto en la necrópolis
A lo lejos, un señor camina empujando cuesta arriba un carro rojo de la compra. Se llama Matías, tiene 88 años y viene todos los días al cementerio. Cuida sepulturas particulares a cambio de algo de dinero. Trabajó en la construcción como autónomo y su mujer no llegó a cotizar, por lo que sus ingresos son escasos. De su americana gris sobresalen con cuidado sus manos, que parecen arrastrar el esfuerzo de muchos años. A pesar de ello, su talante es absorbente. Conoce la necrópolis a la perfección: «Esto es como un barrio más de Madrid. Es muy grande, no sé si has ido por ahí, que hay unos panteones enormes» —me comenta mientras señala al horizonte. «Esto se divide todo en cuarteles y calles. Luego se ven también las iniciales de los nombres para ir encontrando a los familiares». Un vigilante de seguridad se acerca y le saluda.
En su carro lleva baldosas de piedra y utensilios de limpieza. Le acompaño hasta una sepultura donde, según me relata, tiene que arreglar parte de su suelo. Detrás de un frondoso árbol emerge un monumento a los héroes de Cuba y Filipinas. «¿Lo habías visto ya?» —me pregunta. Le digo que sabía de su existencia pero que no, que no había pasado antes por allí. 1898. «Eso es. ¿Dónde estaríamos nosotros?» —formula. Obviamente yo no estaba siquiera imaginado. Y mis padres tampoco. Le digo que nací en el 2003, «ayer, como quien dice». Y sin parar de empujar en ningún momento su carro, con el que le ayudo mientras conversamos, apunta: «¡pues anda que yo, que nací en 1933!». Es cierto que llegados a una edad el físico ya no perdona, pero esta regla no parece ser aplicada a Matías, cuyas habilidades físicas y mentales aún permanecen en su sitio.
Un vacío sin límites
Tratar de localizarse a través del mapa no sirve de mucho. El cementerio es tan grande que es difícil ver a simple vista sus límites. La zona central de la necrópolis, un círculo de setenta y cinco metros de diámetro, aprovecha la elevación del terreno para dibujar una supuesta cúpula que da forma basilical a la distribución de los sepulcros. Desde aquí se tienen unas vistas aventajadas del distrito financiero de Madrid, con las cuatro torres al frente, formando así una metáfora perfecta: a un lado, la rapidez y volatilidad del control financiero; al otro, la lentitud y espesura de la muerte.
A estas horas de la mañana el cementerio luce vacío. Lo que le da un aura ciertamente especial. Caminar por aquí a solas es hacer un ejercicio mental arriesgado. Pudiera parecer algo evidente, pero para poder hacer un análisis de estos pasillos es necesario observar las grandes diferencias económicas que se establecen a través de ellos. Solamente hace falta levantar la vista: al frente se alza un enorme muro con una gran cantidad de nichos, a los lados numerosas tumbas, y a lo alto, en zona privilegiada, auténticos panteones o mausoleos. Esto desmiente aquello de que todos vamos al mismo sitio: aquí, en el cementerio, el pobre sigue siendo pobre; mientras que el rico sigue dejando evidencias de su riqueza.
«Tornar no puedo»
Matías avanza a través del cementerio antiguo. A su frente se encuentran los fallecidos por el incendio del Teatro Novedades. Era 1928 y, en el momento en que se inició el fuego, se estaba representado la pieza “El mejor del puerto”. Pasaban las 20:50 horas cuando falló el entramado eléctrico —probablemente un cortocircuito— y se originó el fuego en el escenario desde uno de los farolillos que lo adornaban. Desde que se detectó el fuego hasta muy avanzado el incendio, la orquesta estuvo tocando para evitar el pánico de la gente. Lo dialogo con Matías hasta que repentinamente aparece un autobús frente a nosotros. El cementerio es tan extenso que una línea de la EMT, la 110, tiene varias paradas dentro de él. Verlo avanzar entre las tumbas se convierte en una experiencia alucinadora, como si de un vehículo fantasma se tratase.
Yo voy hacia el mar / hacia el olvido / no me llaméis / porque tornar no puedo. Puede que pararse a leer las estelas se convierta momentáneamente en un ejercicio literario. Algunos versos aquí escritos fueron empuñados por autores que ahora yacen con ellos en sus lápidas. Lo que en cierto modo nos hace sentir que las letras permanecen allá donde ya no estamos. Me convenzo nuevamente de que en ocasiones caminar por el cementerio no es un ejercicio mental sencillo cuando a nuestro lado comienza a llegar gente para presenciar un entierro. La hija llora. El resto consuela. No le pregunto, pero pienso en la de veces que Matías ve acciones como esta y me imagino que debe ver la muerte de una manera distinta. De una manera más cercana.
Una segunda casa
«Hoy lo llevo [el carro], hago un poco y ya mañana sin prisa lo termino. Y ya está» —sentencia Matías con sencillez. A la pregunta de por qué lo hace, dice que el haber trabajado como autónomo le ha dejado poca pensión. Lo que, aunque sea cierto, corresponde igualmente a lo que en la antropología social conocen como argumento emic. Si lo observamos desde fuera, buscando el argumento etic, podemos darnos cuenta de que la costumbre y rutina influyen de manera directa en que Matías siga viniendo hasta aquí cada día. Siente el cementerio como si fuera una segunda casa. Algo difícil de abandonar. De ahí también el motivo de llevar el carro hoy, pero dejarlo para mañana.
Pasamos por una zona donde todos los enterramientos corresponden a bebés o niños. Curiosamente es donde más gatos hay del cementerio. Allí uno nos mira fijamente, como preguntándose qué estamos haciendo. Le pregunto a Matías cómo llegar a la tumba de Benito Pérez Galdós. Me da indicaciones mientras llegamos a la sepultura que él buscaba. Deja el carro a un lado. Saca las baldosas y las coloca a su vez encima de un pequeño carro con ruedas que usa como si fuera una carretilla para poder transportarlas. No quiere que le ayude, pero me da las gracias. «Que vaya muy bien y a ver si nos vemos otro día, yo estaré por aquí» —me dice mientras con sus manos empuja el carro. Entonces me voy. Pero vuelvo a mirarle. «Matías, una última cosa, ¿cuál es tu parte favorita del cementerio?» —pregunto desde lejos. «Todo el cementerio» —me responde.
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